La Cuaresma.
El gran misterio pascual, que forma el centro luminoso en torno al cual gravitó todo el año eclesiástico, comprende desde hace siglos una preparación ascético-litúrgicadividida en tres fases, cada una de las cuales señala una etapa ulterior hacia la fiesta de Pascua.
La primera abarca las tres dominicas de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima.La segunda ya del principio de la Cuaresma a la dominica de Ramos. La tercera comprende la Semana Santa.
Tratamos en este capítulo de las dos primeras, reservando a la tercera, por su máxima importancia, un capítulo aparte.
Las Tres Semanas Precuaresmales.
En el uso litúrgico tanto de la Iglesia latina como de la Iglesia griega, se suele anteponer a la Cuaresma un período de tres semanas, las cuales llevan el nombre en orden de tiempo de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima. Este apelativo, que se remonta probablemente a la época misma de su institución, puede parecer extraño si se piensa que no indica, como parece, setenta, sesenta, cincuenta días, sino, respectivamente, la novena, la octava y la séptima semanas antes de Pascua. Dada, sin embargo, la predilección medieval por los números redondos, es fácil comprender que los copistas litúrgicos encontrasen natural extender a las tres dominicas instituidas antes de la primera dominica in quadragesima aquella nomenclatura que había sido adoptada por esta última, llamando in quinquagesima a la primera, in sexagésima a la segunda, in septuagésima a la tercera. De modo parecido, Juan Archicantor y algunos leccionarios antiguos, como el de Alcuino y el Capitulare Evangeliorum Rhedigeranus, llaman a la segunda dominica de Cuaresma in tricésima; la tercera, in vicésima.
El origen de estas tres semanas suplementarias no es muy cierto; pero hay que buscarla, sin duda, en la diversidad de disciplina vigente en la antiguedad con respecto al ayuno cuaresmal. Un sermón antes atribuido a San Ambrosio, pero que debe pertenecer a un obispo del siglo V, hace alusión a algunos que no se contentaban con ayunar los cuarenta días, sino que por una miserable vanidad anticipaban la Cuaresma una semana. Estos, observa el escritor, dicunt se observare Quinquagesimam, qui forte Quadragesimam complere vix possint. Una costumbre parecida existía en los países cisalpinos, según refiere San Máximo de Turín (+ 450). Estos usos Accidentales eran una repercusión de análogos usos orientales, donde, al decir de Casiano, el añadir una o dos semanas al ayuno cuaresmal era cosa común en los monjes, no tanto por deseo de singularizarse cuanto por mayor rigor de penitencia. Como en estos países, y Milán se contaba entre éstos en Occidente el sábado no era considerado día de ayuno, así muchos deseaban compensar los seis sábados de la Cuaresma añadiendo una séptima semana. Después, en algunos lugares en que durante la Cuaresma no se ayunaba ni el sábado ni el jueves, o bien se consideraba la Semana Santa fuera de la cuarentena, eran dos o tres las semanas a compensar; de aquí todavía una Sexagésima y una Septuagésima,
También en Occidente, a ejemplo de los bizantinos, esta más larga preparación al ayuno cuaresmal fue introducida aquí y allá, pero naturalmente sin una disciplina uniforme. Fue en un principio una devoción privada o de alguna comunidad monástica, después una observancia de particulares provincias eclesiásticas, finalmente entró en el ciclo litúrgico oficial.
De los datos oficiales que conocemos, podremos resumir así las sucesivas etapas históricas de este tiempo: se comenzó bajo el papa Hilario (461-68) a transformar en días de ayuno completo los semiieiunia, de los antiguos días de estación, el miércoles y viernes antecedente al Caput Quadragesimae, y a dotarles de una misa especial; el jueves y el sábado permanecieron alitúrgicos hasta el siglo VIII. Sucesivamente, como nos consta por Fausto de Rietz (+ entre el 490 y el 495), el ayuno fue extendido a toda la semana de Quincuagésima. En Roma, como justamente opina Morin, la Quincuagésima debió introducirse a principios del siglo VI, bajo el papa Hormisdas (514-523). La regla benedictina (526), sin embargo, no la conoce todavía o al menos no la admite.
La Sexagésima aparece algo más tarde; en un principio, para indicar el comienzo de un ayuno particular de los monjes, y después de un período penitencial, también para los fieles. Como tal había ya entrado en la praxis litúrgica de Italia meridional a mitad del siglo VI, porque el Apostolus, de Víctor de Capua (546), y el evangeliario de Lindisfarne, proveniente de Napóles (658), comienzan precisamente ccn Sexagésima la serie de sus perícopas. La Septuagésima fue la última en añadirse al ciclo de las dominicas precedentes pocos años antes de San Gregorio, para completar, si hemos de creer a Amalario, la cifra simbólica de 70, los años de la cautividad de Babilonia. Como se ve, el desenvolvimiento litúrgico de este tiempo precuaresmal se efectuó preferentemente en Italia, donde eran más sensibles a las influencias del Oriente, y se realizó poco después de la mitad del siglo VI. Es curioso, sin embargo, constatar cómo en las iglesias seculares de rito galicano no se la quiso reconocer. Fausto de Rietz difundió la observancia, San Máximo de Turín (+ 450) la reprueba y el concilio IV de Orleáns (511) prohibe expresamente a los sacerdotes de introducir neaue Quinqua-gesimam aut Sexagesimam ante Pascha. La prohibición encuentra antecedentes en los antiguos libros galicanos, los cuales no contienen ni señal de una liturgia especial de este tiempo.
En Roma, por el contrario, las tres semanas precuaresmales eran ya celebradas al final del siglo VI, si no con un ayuno preliminar, al menos con particular solemnidad; esto porque aparecen señaladas a las dominicas importantes estaciones. En la primera (Septuagésima) se iba a la basílica de San Lorenzo extramuros: en la segunda (Sexagésima),a San Pablo; en la tercera (Quin-quagesima), a San Pedro. El elegir estas iglesias sucedió ciertamente en relación con las circunstancias particulares que en Roma dieron origen a las tres solemnidades estacionales. El P. Grisar lo ha puesto justamente de relieve. Nótese — escribe él — cómo la bella liturgia de estas tres dominicas resuena con gritos en demanda de auxilio de la Iglesia romana, que presupone un tiempo de gran penuria. Ya desde el introito de la misa de la primera dominica (Sept.) parece que se recuerdan días de público peligro: Circumdederunt me gemitus mortis, dolores inferni circumdederunt me, et in tribulatione mea invocavi Dominum... Si el origen de la solemnidad de estas dominicas, o al menos de las dos primeras, va unido al siglo VI, involuntariamente el pensamiento corre a los tiempos de Pelagio I (556-561) y Juan III (561-74), cuando durante la restauración del culto eclesiástico, decaído en la guerra gótica, imprevistas invasiones de bárbaros asolaron duramente Italia; en particular la de los longobardos hizo temer por Roma. Es lícito suponer que los papas, para impetrar la ayuda del cielo, hiciesen celebrar con una estación aquellas tres dominicas en las indicadas iglesias cementeriales de San Lorenzo, San Pablo y San Pedro, dedicadas a los tres más ilustres patronos de la Ciudad Eterna. La estación fue después mantenida cuando el peligro había desaparecido.
La hipótesis de Grisar es confirmada por los antiguos libros litúrgicos romanos. El sacramentarlo gelasiano en sus varias redacciones contiene oraciones para las misas InSeptuagésima, in Sexagésima y las Orationes et preces a Quinquagesima usque ad Quadragesimam. El leccionario de Wurzburgo menciona las tres dominicas con las mismas epístolas y con los mismos evangelios que recitamos todavía hoy.
La colección de homilías de San Gregorio Magno contiene también las pronunciadas por él en tales días en la iglesia estacional y sobre las mismas perícopas evangélicas que se leen todavía en el misal. Por esto algunos sostienen que el santo pontífice, ante las terribles incursiones de los longobardos, amenazando a la misma Roma, haya instituido las tres estaciones precuaresmales. Pero después de lo que se ha dicho, la hipótesis es absolutamente infundada. A este respecto hay que observar que, aunque él haya sido un decisivo factor de las solemnidades estacionales y haya apoyado su introducción en una carta a los obispos de Sicilia, sin embargo, mientras les exhorta a introducirlas en la cuarta y sexta feria de cada semana, no alude siquiera a las nuevas estaciones precuaresmales, como parece habría podido hacerlo si él las hubiese instituido. Es probable más bien que San Gregorio les haya dado un notable impulso, acrecentando la devoción en el pueblo, que acudía solícito y numeroso.
En cuanto a las perícopas escriturísticas de las misas de este tiempo — y son todavía las mismas que les fueron señaladas en su origen —, las de Sexagésima y Septuagésima no muestran especial relación ni a acontecimientos históricos ni a la Cuaresma inminente, sino que parecen más bien inspirarse en el titular de la iglesia donde tenía lugar la estación.
En la dominica de Septuagésima, con la estación en la basílica del Verano, junto al sepulcro del invicto mártir diácono San Lorenzo, el ecónomo de la Iglesia de Roma, la epístola trae la semejanza del atleta, el cual ab ómnibus se abstinet ut corruptibilem coronam accipiat, para inculcar el deber del sufrimiento y de la lucha para ganar la corona eterna, indicada en el dinero, que, según el evangelio del día (parábola de los obreros de la viña, Mt. 20:1-16), será dada como jornal por el Patrón divino a los fieles trabajadores de su mística viña. En la Sexagésima (estación en San Pablo), la epístola teje con sus mismas palabras la apología y el elogio del gran Apóstol (2 Cor. 11:19-33), mientras en el evangelio (parábola del sembrador, Lc. 8:4-15) se quiere hacer alusión a su prodigiosa actividad apostólica, por lo cual es llamado praedicator veritatis in universo mundo.
Las lecturas, en cambio, de Quincuagésima (estación en San Pedro) fueron probablemente escogidas en vista de la Cuaresma inminente, cuando las dos dominicas precedentes no habían entrado todavía en el ciclo precuaresmal. El evangelio, en efecto (Lc. 18:31-43), nos presenta la predicación de Jesús en torno a su próxima pasión y la curación del ciego de Jericó, símbolo de la humanidad, que siente la extrema necesidad de acercarse a Jesús para obtener la salud.
El prefacio de estas tres dominicas es actualmente el de la Trinidad; pero el sacramentarlo gregoriano contiene uno propio para la segunda dominica. En particular el de Septuagésima parece aludir al renacimiento primaveral de la naturaleza, que trae a la mente del cristiano el pensamiento de los bienes celestiales. Nótese también cómo en las misas de Sexagésima y de Quincuagésima comienza la serie de las antífonas ad communionem, sacadas de los Salmos según su orden numérico progresivo: 1, 2, 3... del cual hablaremos en breve. El hecho de que la misa de Septuagésima haya sido excluida, resulta una confirmación de su tardía introducción.
La Despedida del "Alléluia."
Todavía actualmente el tiempo de Septuagésima mantiene su primitiva importancia penitencial, que, excepto el ayuno, de poco lo diferencia de la Cuaresma. Su característica litúrgica más saliente nos es dada con la supresión del Alleluia en la misa y en cualquier parte del oficio hasta Pascua. Por esto, en las vísperas del sábado antes de Septuagésima, como para saludar al grito de júbilo cristiano que se marcha, se añade tanto al Benedicamus Domino como al Deo gratias un doble Alleluia.
En realidad, el uso primitivo romano, atestiguado por Juan Archicantor, era el de deponer el Alleluia al comienzo de la Cuaresma, como, por lo demás, se hacía en paralelo de la epístola puede haber sido sugerida por el largo camino necesario que tenían que recorrer los fieles para llegar a San Lorenzo, fuera de los muros.
Milán y en la liturgia galicana. Pero con la adopción de las tres dominicas introducidas como progresiva preparación a la Cuaresma, era lógico que la supresión del Alleluia viniese anticipada a la primera de ésas, es decir, a la dominica de Septuagésima. A hacer esto empujaba, además, una razón mística, recordada ya por Amalario. El explica cómo el tiempo antecedente a la Pascua es figura del destierro sufrido por los judíos en Babilonia lejos de Jerusalén, durante el cual hacían callar los cantos de alegría. Septuagésima representaba precisamente el comienzo simbólico de los setenta años de la cautividad de Babilonia, en el cual, por tanto, debía suprimirse el canto de júbilo cristiano. Y así fue hecho muy probablemente bajo San Gregorio Magno. Pero el desplazamiento llevó consigo otros. El Te Deum, himno festivo como ninguno, tuvo que ser substituido al término de los nocturnos por un noveno responsorio; el Alleluia, que normalmente era la antífona de las horas menores, cedió el puesto a antífonas sacadas del texto evangélico de la dominica y compuestas ciertamente por San Gregorio mismo; además, las antífonas de los tres últimos salmos de laudes, que por lo general son aleluyáticas durante el año, fueron reemplazadas por antífonas salmódicas especiales.
Para compensar estas cesiones del Alleluia, Gregorio Magno dispuso — así conjetura, con buen fundamento, Callewaert — que el oficio nocturno de Septuagésima (vísperas, maitines y laudes) viniese enteramente consagrado a una férvida glorificación del Alleluia. Tota intentio est in ista nocte cantorum — observa ya Amalario — ut magnificent nomen Alleluia. El oficio se encuentra en los antiguos antifonarios de Compiégne y de Hartker, y quedó en vigor en Roma, según refiere el Ordo Bernhardi, hasta el tiempo de Gregorio VII (1070-1085), el cual lo suprimió, substituyendo nuevos textos a aquellos aleluyáticos y limitando al doble Alleluia de las vísperas de Septuagésima el saludo de despedida.
El oficio aleluyático gregoriano, sin embargo, no desaparece enteramente de la escena litúrgica. Se mantiene todavía en el bajo Medievo en muchas iglesias, las cuales continuaron, a veces también con ceremonias un poco teatrales, celebrando el solemne adiós o, como se decía, su depositio. Copiamos dos trozos interesantes:
Mane afud nos hodie, alleluia, alleluia; et crastina die proicíscens, alleluia, alleluia, alleluia; et dum ortus juerit dies, ambulabis vias tuas, alleluia, alleluia, alleluia! (ant. ad Magníficat).
Deus, qui nos concedis — alleluiatid cantici deducendo solemnia celebrare, da nobis, in aeterna beatitudine cum Sanctis tuis alleluia cantantibus, perpetuum feliciter Alleluia posse decantare. Per Dominum (colecta).
Con la dominica de Septuagésima se abre en el oficio nocturno el ciclo de las lecturas escritúrales, comenzando con el libro del Génesis, que está en cabeza en el canon de los libros sagrados. Tal lectura en un principio era universalmente fijada al principio de la Cuaresma con el fin de iniciar a los catecúmenos en el conocimiento de la persona divina de Cristo, en las profecías y en las figuras mesiánicas de los escritos de Moisés. Jesús con los discípulos de Emaús había seguido un método parecido: incipiens a Moyse... Cuando después se antepuso a la Cuaresma una semana preparatoria (Quincuagésima), también la lectura del Génesis fue anticipada; en efecto, así resulta del arcaico Ordo de San Pedro, que no conoce todavía las otras dos semanas precuaresmales. Introducidas, finalmente, también éstas en la praxis litúrgica, la lectura del primer libro escriturístico fue, sin duda, trasladada a Septuagésima. Esto sucedió probablemente bajo San Gregorio Magno.
Origen y Desenvolvimiento de la Cuaresma.
Modelada sobre el ejemplo de Moisés y Elias, los cuales después de un ayuno de cuarenta días fueron admitidos a la visión de Dios, y más todavía a imitación del retiro y del ayuno cuadragenario realizado por Cristo en el desierto, vemos aparecer en la Iglesia a principios del siglo IV la observancia de un período sagrado de cuarenta días, llamado por esto Cuaresma, como preparación a la Pascua entendida en su concepto primitivo, es decir, no como aniversario de la resurrección de Cristo, sino como los dos días (Viernes y Sábado Santo) conmemorativos de su inmolación en la cruz para rescate del mundo, según la frase del Apóstol: Pascha nostrum immolatus est Christus (Cor. 5:17).
Se había creído hasta ahora que el más antiguo testimonio de la Cuaresma estaba contenido en el canon 5 del concilio de Nicea (325), donde, con el fin de proveer a la suerte de los excomulgados, se recomienda a los obispos el tener dos sínodos al año, el (primero de ellos antes de la cuarentena. Pero el P. Salaville ha demostrado que este término no puede entenderse de la Cuaresma, sino de cuarenta días después de la Pascua (Ascensión). De todos modos, tenemos otros indiscutibles testimonios, de época algo anterior, acerca de la existencia de la Cuaresma en las principales iglesias del Oriente. Eusebio (+ 340) en el De solemnitate paschali, San Atanasio en las letras festivas enviadas a Egipto del 330 al 347, San Cirilo de Jerusalén en las catcquesis anagógicas tenidas en el 347, el concilio de Laodicea hacia el 360 y la Peregrinatio, de Eteria (387), no sólo no dejan ninguna duda sobre la existencia en Oriente de esta institución penitencial, sino que casi todos hacen suponer que hubiese entrado desde hacía tiempo en la costumbre de los Heles.
Para el Occidente hacen mención, en términos explícitos, los escritos atribuidos a Prisciliano (+ 386), San Gregorio de Elvira (380?), Eteria para España y Aquitania, San Agustín para el África y San Ambrosio para Milán.
En cuanto al uso primitivo de Roma, reina alguna incertidumbre. La letra festiva del 341 escrita en Roma por San Atanasio a Serapión de Thmuis, deja claramente entender que una observancia cuadragesimal se acostumbraba ya entonces. Por el contrario, el historiador Sócrates (aunque casi un siglo después) refiere que la Cuaresma romana comprendía apenas tres semanas de ayuno, excluidos los sábados. Una tal afirmación es inexacta, sin duda, en cuanto a la exclusión del ayuno en sábado, mientras es ciertísimo que se observaba, y en cuanto al tiempo a que se refiere, porque el papa San León, contemporáneo de Sócrates (c.440), atestigua netamente un período cuaresmal de cuarenta días efectivos; pero puede tener un fundamento de verdad si se refiere a una época muy anterior. Sabemos, en efecto, por San Máximo y por San Pedro Crisólogo que una práctica parecida era seguida por muchos en Turín y en Rávena, a pesar de ser enérgicamente reprendida por aquellos obispos.
Duchesne, sin embargo, ha lanzado la hipótesis de que la antigua Cuaresma romana fuese, en efecto, de cuarenta días, pero con sólo tres semanas de ayuno riguroso, intercaladas de otras tantas de ayuno mitigado; la primera, llamada de las cuatro témporas; la cuarta, llamada mediana en los antiguos documentos litúrgicos, que se cierra con el sábado Siventes, y la última, la Semana Santa. Los descubrimientos de Callewaert (+ 1943) han confirmado por completo la conjetura de Duchesne. Efectivamente, Roma habría adoptado su Cuaresma, como otras muchas iglesias; pero en un principio, quizá por medida prudencial, no debió prescribir el ayuno en todas las ferias; lo limitó a sólo tres semanas, la primera, la cuarta y la ultima. Estas semanas, por cierto, tuvieron desde el principio características litúrgicas propias, como la estación los miércoles, viernes y sábados, asignadas a los más importantes santuarios de la Urbe, mientras todas las demás estaban todavía desprovistas, y, sobre todo, el privilegio de conferir el sábado de cada una las sagradas órdenes.
No sabemos dónde, ni por medio de quién, ni en qué particulares circunstancias haya surgido la institución cuaresmal. Quizá no fueron extrañas las exigencias siempre crecientes, sea del catecumenado, sea, sobre todo, de la disciplina penitencial, a la cual, en efecto, desde el 306 alude un canon de San Pedro Alejandrino. De todos modos, ayuda a notar que la práctica de una observancia preparatoria a la fecha de la Pascua comienza a abrirse camino en la Iglesia al menos desde la mitad del siglo II. Encontramos repetidas alusiones en los escritos de los Padres antenicenos.
San Ireneo de Lyón, alrededor del 190, en la famosa carta al papa Víctor sobre la cuestión de los cuartodecímanos, recuerda un ayuno que en las Galias, y quizá también en Asia, se practicaba por algunos antes de Pascua desde hacía tiempo, longe ante, apud maiores nostros. "Algunos — escribe él — creen deber ayunar solamente un día (el Viernes Santo), otros dos (Viernes y Sábado Santos), otros más; otros, en fin, toman cuarenta horas del día y de la noche, computándolas como un día (es decir, las cuarenta horas que Cristo estuvo en el sepulcro.)" Donde se revela que el ayuno pascual en su tiempo podía comenzar para algunos desde el miércoles o jueves; ciertamente no sobrepasa la Semana Santa. En África, por el contrario, como nos consta por Tertuliano, el ayuno para los católicos se limitaba a los días in quibus oblatas est sponsus, es decir, el Viernes y Sábado Santos; éstos eran los solos impuestos por la Iglesia, hos (dies) esse iam solos legítimos ieiuniorum christianorum, si bien los montañistas tenían escrúpulos, y por eso ayunaban dos semanas. Otro tanto nos atestigua para Roma la Apostólica Traditio, de San Hipólito; prescribe un ayuno de dos días, del viernes a la misa nocturna de Pascua, antequam oblatio fíat.
La disciplina de las iglesias orientales no era notablemente diversa. La Epistula Apostolorum (Asia Menor, 130-140), que nos proporciona la memoria más antigua, habla de un ayuno preliminar a la Pascua (Crucifixionis), que se prolongaba por toda la gran noche, pasándola en vigilia hasta que no despuntase el primer rayo de luz; entonces se celebraba la eucaristía.
El uso de Alejandría nos es referido por San Dionisio (+ 264), el cual, interpelado por un cierto Basílides sobre la duración del ayuno pascual, responde que los fieles le consagraban la semana entera, pero de manera diversa. Algunos estaban tres días, otros hasta cuatro, sin probar alimento alguno; todos, sin embargo, ayunaban rigurosamente el Viernes y Sábado Santos. Una disciplina análoga, pero más firme y rigurosa, existía en Siria hacia el final del mismo siglo. La Dídaskalia Apostolorum prescribe: A decima (se. luna) quae est secunda sabbati, diebus Paschae ieiunabitis atque pane et sale et aqua solum utemini hora nona usque ad quintam sabbati (Jueves Santo). Parasceoem tamen et sabbatum integrum ieiunate, nihil gustantes.
Como se ve, de una observancia cuaresmal propiamente dicha, callan absolutamente las fuentes hasta principios del siglo IV. La hipótesis, por tanto, de un origen apostólico de la Cuaresma, adelantada por algunos Padres, no puede aceptarse si no es por lo que respecta al principio del ayuno, que, introducido en un principio por simple devoción privada en los dos días precedentes a la Parasceve, fue después extendido y en Oriente oficialmente impuesto a toda la Semana Santa.
Sobre el carácter y la extensión del tiempo cuaresmal hubo en un principio criterios esencialmente diversos ole los posteriormente adoptados. Después que, como ha demostrado Callewaert, del examen de los testimonios patrísticos más antiguos se ve que la sagrada cuarentena no fue considerada en su origen como una extensión del ayuno primitivo del Viernes y Sábado Santos, y, por tanto, como preparación inmediata a la fiesta de la Resurrección (Pascha resurrectionis), sino más bien como una cuarentena de penitencia que precedía al Viernes Santo (Pascha crucifi xionis), las Paschae sollemnia, como expresa una antiquísima fórmula litúrgica, debía preparar a los fieles para él. En efecto, la vetusta terminología eclesiástica, como puede verse en Ireneo, Tertuliano, Eusebio y otros, designaba con el nombre de Pascua la sola conmemoración anual de la pasión y muerte del Redentor: Pascha nostrum immolatus est Christus (1 Cor. 5:17); fue solamente en el siglo V cuando comprendió la sepultura y la resurrección, formando el Triduum sacratissimum crucifixi, sepulti, suscitati, como se expresa San Agustín; o bien, según la frase sintética de San León, el Paschale sacramentum.
El triduo pascual era, por tanto, una fiesta única que abrazaba la conmemoración de la muerte (Viernes Santo), de la sepultura (Sábado Santo) y de la resurrección de Cristo (domingo); fue precisamente como preparación a este paschale mysterium por lo que fue instituida la Cuaresma, la cual, por tanto, debía de terminar el Jueves Santo. En efecto, si desde este punto final contamos hacia atrás cuarenta días precisos, se llega a la sexta dominica antes de Pascua, es decir, a la actual primera dominica de Cuaresma, que de nosotros tuvo originariamente el nombre de Caput ieiunii o Quadragesimae.
Es preciso, además, tener en cuenta otro elemento agudamente señalado por Callewaert. La índole de la Cuaresma primitiva no admitía solamente un ejercicio corporal de penitencia constituido por el ayuno, a pesar de que la imitación de las cuarentenas modelos — Moisés, Elias y Cristo — llevase a hacer de él una de sus más notables características. Ella, en el pensamiento de los Padres, debía ser, sobre todo, un período de ascesis y de mortificación, un tiempo sagrado de vida cristiana más intensa, durante el cual, como se expresa Crisóstomo, per preces, per eleemosynam, per ieiunium, per vigilias, per lacr.mas, per confessionem ac per cetera omria diligenter expurgatur, los fieles pudiesen renovarse interiormente para resucitar después con Cristo a una nueva vida. Las dominicas, por tanto, no eran excluidas por el tiempo cuaresmal, si bien, en homenaje a una tradición apostólica, fuese en ellas mitigado el rigor del ayuno.
Pero estos conceptos fueron olvidados muy pronto. Se comenzó a usar el término Pascha como sinónimo exclusivo de la dominica de Resurrección, de manera que, quedando incorporados a la Cuaresma los días de Viernes y Sábado Santos con su ayuno, ésta vino a contar 40 + 2 = 42 días. Además, prevaleciendo la consideración de el ayuno fuese la característica principal, y aún más, exclusiva, de aquel tiempo, como en las seis dominicas no se ayunaba, se siguió de aquí que la Cuaresma quedó compuesta no de 40, sino de 6 X 6 = 36 días.
No sabemos si un cálculo hecho de esta forma, que, a pesar de su sutileza, no llegaba a disimular la falta de lógica de una cuarentena de 36 o de 42 días, haya prácticamente conducido a computar en números redondos el círculo cuaresmal. El hecho es qué, desde la mitad del siglo V, vemos delinearse la práctica de una breve preparación a la Cuaresma, que comprende primero la feria del miércoles de Quincuagésima y después la del viernes, las cuales llegaron a ser días de completo ayuno, fueron dotadas de misa propia y entraron regularmente en la organización litúrgica romana de las ferias cuaresmales, si bien no fueron, por tanto, consideradas como formando parte de la Cuaresma. Es cierto, en efecto, que ya desde el tiempo de San Máximo de Turín (c.465) se leía el miércoles la perícopa evangélica Cumieiunatis; y él recuerda a algunos que solían desde aquel día comenzar una abstinencia preparatoria a la Cuaresma; como es cierto, por otra parte, que durante el siglo VI en este mismo día tenía principio el período de penitencia canónica, que debían cumplir los penitentes públicos hasta el Jueves Santo.
De los otros dos días, el jueves no tuvo liturgia propia antes de Gregorio II (+ 750); el sábado la recibió, por último, en el siglo VIII. Es sólo en torno a esta época cuando encontramos completado litúrgicamente el período de cuatro días que de la feria IV cínerum, caput ieiunii, comienza prácticamente el ciclo cuaresmal; el gelasiano del siglo VIII es el primer testimonio.
Los cuatro días adicionales de ayuno no fueron recibidos en seguida por todas partes. No los acogió la liturgia mozárabe ni la ambrosiana, la cual todavía hoy eomienza el ayuno cuaresmal con el lunes después de la primera dominica. En Montecasino fueron introducidos al final del siglo XI, bajo el abad Desiderio.
De la antigua dignidad de Caput Quadragesimae añeja a la primera dominica quedan todavía las señales en la secreta de la misa, que celebra el sacrificium quadragesimalis initii, y en algunas particularidades del oficio.
En relación con la Cuaresma litúrgica, no está fuera del lugar aludir a las llamadas cuarentenas de penitencia que en la Edad Media, sobre el tipo de la Cuaresma, pero generalmente fuera de este tiempo, se cumplían frecuentemente por los fieles por un mayor fervor de mortificación, cuyo nombre ha quedado todavía en uso en la terminología de las indulgencias; ellas, sin embargo, no eran una novedad absoluta, porque, como decíamos antes, al final del siglo III las había ya introducido en Alejandría la praxis penitencial.
La cuarentena comprendía cuarenta días de severísima penitencia, durante la cual el fiel se consideraba excluido de las funciones de la iglesia, debía andar con los pies descalzos, comer sobre el suelo pan condimentado con cenizas, apartarse de todo contacto con sus semejantes y evitar en la comida y en el vestido todo aquello que no fuese rigurosamente indispensable.
Las Vicisitudes del Ayuno Cuaresmal.
El ayuno fue siempre considerado como la práctica característica de la Cuaresma, de tal forma que todas las fórmulas litúrgicas del tiempo se puede decir que hacen mención para encomiarla y recomendarla. En principio, el ayuno consistía substancialmente en la única comida tomada a la hora de vísperas después de la celebración de la sinaxis eucológica o eucarística, según los días y las costumbres locales. La única comida no bastaba, por tanto, para constituir el ayuno; era preciso que la comida fuese diferida hasta la tarde; hasta tanto es esto cierto, que, según San Jerónimo, los monjes durante la quincuagésima pascual, para conformarse con la disciplina de la Iglesia, que prohibía el ayuno, cambiaban la cena en comida, es decir, comían hacia el mediodía, sin que hiciesen después otra comida: A Pentecoste coenae mutantur in prandia; quo et traditioni ecclesiasticae satisfiat, et ventrem cibo non onerent duplicato. El uso de retardar la comida a la tarde de los días de ayuno era antiquísimo en la Iglesia.
San Paulino, obispo de Nola, escribiendo a un amigo suyo de un eclesiástico que le había sido enviado, narra que, llegado a su casa en día de Cuaresma, aceptó con gusto el dividir con él la pobre comida que a la hora de vísperas había sido preparada: Quotidiana ieiunia non refugit, et pauperum mensulam vespertinas conviva non horruit. San Agustín dice que era regla ordinaria abstenerse de tomar alimento hasta la puesta del sol, y el historiador Sócrates añade que se consideraba como violadores del ayuno a aquellos que comían a la hora de nona; él mismo, sin embargo, observa que tal rigor no era observado en todas partes; más aún, parece que, en Oriente sobre todo, el uso de romper el ayuno cuaresmal a la hora de nona era bastante común; es cierto, de todos modos, que había notable diferencia entre el ayuno hebdomadario del miércoles y viernes y el de los días de Cuaresma. El primero, llamado ya por Tertuliano semiayuno o ayuno semipleno, llevaba consigo la comida a la hora de nona, mientras el segundo, llamado ayuno propiamente dicho o ayuno pleno, abarcaba casi toda la jornada, para terminar a las vísperas; es decir, respecto a los días de febrero y marzo, entre las cuatro y media y cinco y media por sus meridianos.
La regla de prolongar a la hora de vísperas el ayuno cualesmal fue generalmente inculcada y observada en la Iglesia latina más allá del año 1000. San Bernardo (+ 1153), en un discurso dirigido a sus monjes al principio de la Cuaresma, se hacía eco: "Hasta ahora hemos ayunado hasta nona, pero desde ahora ayunarán junto con nosotros hasta la tarde, usque ad vesperam, todos, sean príncipes o reyes, sacerdotes o fieles, nobles o plebeyos, ricos o pobres." Es preciso observar, sin embargo, que en esta época y ya algo antes se nota una muy clara tendencia a anticipar la refección a la hora de nona. La menciona abiertamente Teodoro de Orleáns (+ 821), el cual condena acerbamente a aquellos que se ponían a comer apenas sonaba la campana de nona, mientras habrían debido esperar a que fuese terminada la misa, que comenzaba a aquella hora; el cronista sangallense de Carlomagno cuenta que éstos durante la Cuaresma hacían celebrar misa y vísperas una hora antes de nona, después de lo cual se ponían a la mesa; y esto con el fin de no retardar notablemente la comida a sus cortesanos En Italia, Raterio, obispo de Verona (+ 974), exhorta expresamente a sus fieles a romper el ayuno a la hora de nona y reprende a aquellos que esperaban una hora más tarde sólo para comer con mayor avidez.
Pero entrados en la vía de las concesiones, no se para fácilmente. Tomando al mediodía la refección, si se quería observar estrictamente el ayuno, era preciso esperar para comer hasta el mediodía sucesivo. La espera era demasiado larga, y entonces fue permitido el tomar durante la tarde un poco de líquido para apagar la sed. Este uso se introdujo sobre todo en los monasterios y fue aprobado por el concilio de Aquisgrán en el 817. Ыу justifica a aquellos que a la bebida unían los electuaria (pastas o pasteles a base de azúcar y miel), sin creer que por esto faltaban al ayuno. Era en substancia una pequeña comida, que se llamaba collatio. El vocablo provenía del uso monástico, y significaba "conferencia," porque en los monasterios después de esta "colación" se leían las famosas conferencias espirituales de Casiano. El alimento espiritual ha impuesto su propio nombre al del cuerpo.
Después de la Semana Santa, aquella que los antiguos documentos litúrgicos llaman mediana es la más importante de la Cuaresma. Ponemos de relieve sus principales características.
a) La dominica "Laetare" y la rosa de oro.
En medio del laborioso camino de la penitencia, esta cuarta dominica, llamada, del introito de la misa, dominica Laetare o Dominica in medio XL, porque señala casi la mitad del período cuaresmal, trae una nota de santa alegría y de apacible serenidad. El altar se viste de color de rosa y se perfuma con flores, suena el órgano y los ministros vuelven a usar las dalmáticas iucunditatis. La estación de este día, entre las más antiguas de la Cuaresma, era Santa Cruz, llamada comunmente Santa Jerusalén, donde las frecuentes alusiones en los textos de la misa a Jerusalén, imagen de la Iglesia, que se alegra con la corte de los catecúmenos, próximos a ser hijos de Dios.
Es en este cálido ambiente donde refleja una fisonomía de gozo, sobre todo, el oficio del día; en el pasado se manifestaba también fuera de la iglesia con bullangueras fiestas populares, donde la liturgia papal después del siglo X ha puesto una ceremonia singular, la bendición de la rosa de oro.
No se conocen bien sus orígenes. Parece que en Bizancio en la tercera domínica de Cuaresma se celebraba una fiesta en honor del santo leño de la cruz, al cual se tributaba un homenaje de flores. En Roma se quiso imitar el ejemplo, y en esta dominica el papa se dirigía a la basílica estacional de la Santa Cruz, donde se conservaba una insigne porción de la verdadera cruz, teniendo en su mano una rosa de oro perfumada con musgo in signum passionis et resurrectionis D. N. L C., con la cual se pretendía rendir a la insigne reliquia el mismo obsequio que la Magdalena habia tributado a los pies del Salvador en la cena de Betania.
Con la dominica de Pasión se abre la última fase de la Cuaresma, que precede inmediatamente a la Semana Santa.
Los libros litúrgicos carolingios la llaman de Passione Domini porque la Iglesia en esta y en la siguiente semana, tanto en la misa como en el breviario, pone especialmente en escena, con rasgos a veces dramáticos, la persecución y la conjura tramada por los enemigos de Cristo para desprenderse de El. En la persona de David y de Jeremías perseguidos, del cual la liturgia evoca los dolorosos acentos de amargura y, a la vez, de fuerte confianza en Dios, nosotros vemos la persona de Cristo, el Justo, el Inocente, que el odio de los adversarios ha apartado de todo defensor, mientras El no se cansa de dirigirse al Padre celestial para ponerlo como testigo de la propia inocencia y para que no lo abandone en el día de la prueba.
Pero en el concepto primitivo y en su redacción litúrgica, esta semana no difería de las precedentes de Cuaresma; más aún, esta dominica, como dice el título estacional del leccionario de Wurzburgo, Dominica ad S. Petrum in mediana, se unía a la semana anterior, porque en el oficio de la vigilia habían tenido lugar las sagradas órdenes, concluidas al despuntar el día con la misa. Por lo demás, los documentos romanos más antiguos reservan expresamente la dicción in passione a la dominica sucesiva, la de in ramis palmarum. Así leemos en el gelasiano y en el arcaico Ordo de San Pedro e igualmente es fácil deducir de los varios sermones de San León Magno predicados en esta circunstancia.
Sino que hacia el final del siglo VII, con el decaer de la disciplina del catecumenado y con el difundirse en Occidente el culto de la santa cruz, se delinea la tendencia de volver principalmente el pensamiento a los sufrimientos de Jesús al declinar de la Cuaresma. De aquí una acentuación del misterio doloroso de Cristo en los textos litúrgicos, que, insertos entre los precedentes, dieron forma en esta semana a una liturgia compuesta o de transición, tanto en la misa como en el breviario. Encontramos los primeros indicios en la Instructio de Juan Archicantor, mientras Amalario atestigua expresamente un siglo después el desarrollo realizado tanto en la misa como en el oficio, Dies Domini computantur duabus hebdomadibus ante Pascha Domini.
En efecto, las oraciones y las lecturas de la misa de dominica y de las cuatro primeras ferias (la del sábado es más tardía) se refieren manifiestamente al ayuno y a la penitencia cuaresmal, sin alusión alguna a la pasión. Esta, en cambio, es evocada en las perícopas evangélicas, en los cánticos y en el prefacio de la Cruz, compuesto originaliamente para la misa votiva de Santa Cruz. Este doble carácter puede constatarse igualmente en el oficio canónico. El invitatorio Hodie si vocem eius audieritis... excita a la penitencia, mientras los himnos de Venancio Fortunato Vexilla regís y Pange lingua y tantos otros textos son una exaltación de la cruz y de los dolores de Cristo.
El tiempo de Pasión presenta dos interesantes particularidades:
a) La primera es aquella de omitir al principio de la misa el salmo 42, ludica me, Deus, y el Gloria Patri en los responsorios mayores y menores del oficio. Después, durante el triduo sagrado, el Gloria se suprime también al final e todos los salmos. Para dar razón de estas anomalías, ayuda notar que el salmo 42 entra repetidamente en los formularios de las misas de esta semana, y por esto sería una repetición inútil el recitarlo al pie del altar. En cuanto a la doxología, es de notar que su adición al final de los salmos y de los responsorios no se remonta más allá del siglo VI, es decir, posteriormente a la institución de estos antiguos oficios. Pero alguno ha observado agudamente que la Iglesia en este tiempo, a diferencia de cuanto sucede en otras épocas del año, aplica a Cristo directamente los salmos, poniéndoles en cierta manera en su boca. Es El el que, substituyendo al salmista y a nosotros pecadores, grita al Padre, en medio de los sufrimientos y persecuciones, el propio dolor, la propia inocencia, el propio abandono en sus manos Es, por lo tanto, natural que, reservando el salmo 42 a Cristo, sea quitado de la boca del celebrante y que, evocando sus humillaciones, sea suprimida la doxología festiva del Gloria, que sonaría inoportuna.
b) La otra particularidad consiste en la prescripción de la rúbrica del misal romano de cubrir en este tiempo las cruces y las imágenes existentes en la iglesia Es, evidentemente, un signo de tristeza muy en consonancia con el espíritu de este ciclo; pero el motivo histórico de esta singularidad litúrgica hay que buscarlo en otra parte.
Esta deriva probablemente de la antigua usanza, ya atestiguada en el siglo IX, de extender al principio de la Cuaresma un gran velo delante del altar, llamado en Alemania "paño del hambre" (Hungestuch), que lo escondía enteramente a los ojos de los fieles y que era quitado a las palabras velum templi scissum est de la pasión del Miércoles Santo. El fin de él, según algunos, era práctico; el pueblo, que no tenía calendario, debía con esto ser advertido que estaba en Cuaresma. En cambio, a juicio del P. Thurston, el velo cuaresmal quería ser un recuerdo de la antigua expulsión de los penitentes de la iglesia. Cuando la disciplina de la penitencia pública decayó, y todos los fieles en la Cuaresma, con la imposición de las cenizas, fueron considerados como puestos espiritualmente en penitencia, no fue, naturalmente, posible expulsarlos de la iglesia, como en otro tiempo, pero se quiso esconder a su vista el sancta sanctorum para separarlos, en cierto modo, del santuario hasta que en la Pascua no se hubiesen reconciliado con Dios.
El formulario de la misa del jueves se distingue netamente de los otros de este tiempo; ninguna alusión a los dolores de Cristo, ni siquiera al ayuno de Cuaresma. En cambio, se muestra como impregnado de dolor y de arrepentimiento de los pecados. Dos figuras dominan en él: Azarías en la lección profética (Dan. 3:25), que llora por las defecciones de Israel, imminuti sumus... propter peccata nostra, y en la perícopa evangélica la Magdalena arrepentida, que de la boca de Jesús escucha, asegurada, que sus pecados son perdonados. Callewaert cree ver en este formulario el texto de una antigua misa para la reconciliación de los penitentes celebrada en el Jueves Santo.
Encuentra una confirmación en las antífonas ad Bened. y ad Magnif. del día, referentes a la inmediata preparación de la Pascua, mientras, por lo general, en Cuaresma son sacadas del evangelio de la misa. Sabemos además que el evangelio de la pecadora era el que se leía en la misa arriba indicada junto con la lección de Daniel, la cual de hecho ha dado el texto del introito, Omnia quae fecisti... y dos versículos del gradual, Tollite hostias et introite in rafia eius: adórate in aula sancta eius (Ps. 95:8-9): Revelabit Dominus condensa et in templo eius omnes dicent gloriam (Ps. 28:9); se dirigen a los penitentes para anunciarles que desde ahora, reconciliados con la Iglesia, podrán volver a ocupar su puesto en la casa de Dios y participar en el sacrificio eucarístico, del cual el pecado los había excluido. El Señor les dejará ver su cara, como el invierno despoja a los árboles del follaje, y toda la comunidad cristiana alabará al Señor. Las cuatro oraciones actuales de la misa han sido transferidas aquí del gelasiano primitivo, que las ponía en el sábado de la tercera dominica de Cuaresma; pero en el gelasiano del siglo VIII se ponen otras cuatro oraciones manifiestamente entonadas con el formulario de los cantos y de las lecturas, y pueden fundadamente retenerse propias de una misa pro reconciliandis peccatoribus in Coena Domini.
Los antiguos libros litúrgicos anotan en el sábado antes de la dominica de Ramos: Sabbatum ad S. Petrum, quando eleemosyna datur. Sabbatum vacat. Este día era, por tanto, alitúrgico; el papa no hacía estación, pero se dirigía a San Pedro, lugar tradicional en la reunión de los pobres, para presidir una extraordinaria distribución de limosnas, quizá distribuidas hoy porque en Pascua el peso de los oficios litúrgicos no habría dejado el tiempo necesario. Alcuino (+ 804) la pone en relación con las palabras de Cristo dichas hoy en casa de Lázaro, ante setf dies Paschae (Lc. 12:1), a favor de los pobres, y que se leen todavía en la misa del Lunes Santo.
También en este día el papa daba a los sacerdotes titulares de Roma una oblata consagrada por él (fermentum), como significación de su íntima unión con la Sede Apostólica. Así, durante la Semana Santa inminente, ellos no deberían preocuparse cada día del acólito que les llevase de parte del papa la partícula consagrada para depositarla después en el propio cáliz. Ellos podrían comenzar libremente su misa a la hora que creían más oportuna, pero después de la fracción de las sagradas especies separaban una partícula de la oblata papal para unirla en el cáliz con la propia.
Posteriormente, las dos ceremonias decayeron, y fue, en cambio, instituida una nueva estación en la iglesia de San Juan ante Portam Latinam, que, por primera vez, Abdón en su martirologio había puesto en relación con el martirio de la caldera sufrido en Roma por el apóstol bajo Domiciano. Para tal estación fue compilada hacia el siglo IX la misa indicada hoy por el misal Miserere mihi, Domine, usando de los mismos cantos de la misa precedente y sacando de varias partes las oraciones relativas.
En la serie de los varios tiempos litúrgicos ocupa, sin duda, el primer puesto, por la importancia y la venerada antiguedad de sus ritos, la semana que precede inmediatamente a la fiesta de la Pascua, en la cual se celebran los misterios inefables de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Ya en el siglo IV era llamada por los latinos hebdómada paschalis, o, como nos atestigua Arnobio el Joven (s.V), authentica y en Oriente, hebdómada maior; Non quod — decía San Juan Crisóstomo — illius dies maiores sint alus ómnibus, sunt enim alii longiores; ñeque quod sint numero pures, pares quippe sunt; sed quod in eis a Domino res fraeclarae gestae sint. No menos antiguo es el apelativo "Semana Sanfau, hoy común en los países meridionales, encontrándose ya en San Atanasio y en San Epifanio: Hebdómada xerophagiae, quae vocatur sancta.
En un principio, sin embargo, y quizá ya desde el tiempo apostólico, se solemnizaba solamente el viernes y el sábado, los días, como nota Tertuliano, in quibus ablatus est sponsus, durante los cuales era universalmente observado un estrechísimo ayuno y se omitía, en señal de luto, el beso de paz. Pero a los dos días se añadió en seguida un tercero, el miércoles, la tradicional fiesta estacional propter initum a ludaeis consilium de proditione Domini, y después todos los otros, tanto que, hacia el 247, Dionisio de Alejandría decía que algunos llegaban a estar los seis días de esta semana sin probar alimento. Quizá a la introducción de una tal observancia, la más antigua que nosotros conocemos, no fue extraño el pensamiento alegórico que vemos aparecer en la primera lectura de la fiesta (329) de San Atanasio, cuando insiste sobre el severo ayuno que debe observarse en aquellos seis grandes y santos días, que son el símbolo de la creación del mundo. No hay que creer con esto que ya en el siglo IV todas las ferias de la Semana Santa tuviesen, desde el punto de vista litúrgico, la importancia que adquirieron después y tienen todavía. Quizás en Oriente eran frecuentadas por el pueblo y tenidas en más honor que en otras partes. Las Constituciones apostólicas mandan dar en estos días a los siervos reposo absoluto; San Epifanio habla de iglesias en las cuales se celebraba cada noche la vigilia y por la tarde una sinaxis, peroigilias sex obeunt ac tot ídem synaxes; y la piadosa peregrina de Aquitanía nos ha dejado una minuciosa descripción de la actividad verdaderamente extraordinaria que del Lunes Santo a la dominica de Pascua se desarrollaba en las iglesias de Jerusalén.
En efecto, las iniciativas litúrgicas de la ciudad santa, que en aquel ambiente sugestivo, lleno de inefables recuerdos, suscitaban un fervor y una conmoción indescriptibles, fueron el punto de partida de muchos de los actuales ritos de esta semana. Estos no vinieron a Roma directamente; pero después de haber influenciado la liturgia bizantina pasaron a las liturgias galicanas, y de éstas durante el período postcarolingio llegaron a Roma. En Roma, dos sólo eran los días litúrgicos en tiempo de San León (440-461): el miércoles y el jueves, recuerdo de la institución de la santísima eucaristía, al cual en la Urbe se asoció en seguida el rito de la reconciliación de los penitentes y de la consagración de los óleos santos. El lunes y el martes tuvieron un servicio litúrgico al organizarse la Cuaresma en tiempo del papa Hilario (+ 468); los dos últimos, viernes y sábado, la primitiva Pascua cristiana, no admitieron jamás, ni en Roma ni en otras partes, la celebración de la eucaristía.
Esto es confirmado por lo que narra Uranio en torno a la muerte de San Paulino (+ 431): quinta feria... dominicam Coenam celebravit, sexta vero feria orationi vacavit, sabbato autem secunda hora diei ad ecclesiam laetus processit et, ascenso tribunali, ex more populum, salutavit, resalutatus que a populo orationem dedit et collecta oratione spiritum exhalavit. Esta reunión, a la cual alude el biógrafo del Santo, no era estacional, sino aquella de los catecúmenos en la cual hacían la redditio symboli. Los ritos que hoy se celebran el Viernes Santo — adoración de la cruz, misa de los presantificados — entraron en la liturgia romana no antes del siglo VIII; los del Sábado Santo, todavía más tarde, habiendo sido anticipados a la vigilia sólo en el siglo IX.
Para facilitar la observancia del ayuno y la intervención en las vigilias litúrgicas de esta semana, los emperadores cristianos ya desde el siglo IV impusieron por ley el conceder a los siervos el reposo y suspender en el foro el curso de los juicios civiles y criminales. San Juan Crisóstomo alude a esto en la homilía antes citada: Non nos solum hanc hebdomadam veneramur, sed imperatores orbis nostri, nec perfunctorie, ipsam honorant, silentium indícenles ómnibus publica urbium negotia tractantibus, ut curis vacuí, nos om nes dies spirituali cultu prosequantur. Ideoque fori ianuas clauserunt. Cessenf, inquiunt, lites, iurgia, omnisque concertationis ac supplicii genus; quiescant tantisper carnificum manus. Esta ley, confirmada después por Justiniano, fue durante varios siglos generalmente observada en Oriente y Occidente. En las Galias, los capitulares de los reyes carolingios permiten en el siglo IX el trabajo, exceptuando solamente la semana después de Pascua, pero imponen la asistencia al oficio divino.
El apelativo Dominica palmarum que esta dominica recibió en el uso litúrgico ya desde el tiempo de San Isidoro de Sevilla (+ 636), ha hecho olvidar aquel más antiguo y originario De passione Domini, recordado en los sermones de los Padres latinos de los siglos IV y V, y otros no menos antiguos, como Capitulavium, Pascha competentium, dominica indulgentia, que se encuentran en los más vetustos libros litúrgicos.
La liturgia actual está constituida por la reunión de dos ritos de origen y carácter muy diversos: a) la bendición y procesión de las palmas; y b) la celebración solemne de la pasión de Cristo, ritos que en el curso de los siglos se han desarrollado muy variadamente a pesar de quedar siempre netamente distintos.
El origen de la procesión de los ramos, tan discutido hasta hace pocos años, hay que buscarlo en las costumbres de la iglesia de Jerusalén en el siglo IV. La entrada triunfal de Cristo en la ciudad santa, que se cumplió según la profecía de Zacarías (9:9), había sido considerada ya desde el siglo II como una de las más grandes afirmaciones de su mesianidad; motivo por el cual el conmemorar en Jerusalén su recuerdo no tenía solamente una razón histórica, sino un carácter apologético singular. Refiere Eteria que en la dominica anterior a la Pascua, a la hora séptima (alrededor de las trece), el pueblo con el obispo se reunía en el monte de los Olivos, entre las basílica Eleona y la del Imbomon o de la Ascensión. Comenzaban a cantar himnos y antífonas, intercalados con lecturas escriturísticas y oraciones; después, a la hora undécima (alrededor de las diecisiete), leído el evangelio que describe la entrada de Jesús en Jerusalén, se levantaban todos y, teniendo en sus manos ramas de olivo y de palmas, entre el canto de himnos y salmos alternados con el estribillo Benedictus qui venit in nomine Dominí, descendían procesionalmente con el obispo a la ciudad, in eo typo, quo tune Dominus deductus est. Se iba así hasta la iglesia de la Anástasis, donde se terminaba la función con el canto del oficio lucernario. Ninguna alusión a una bendición de los ramos. Con el tiempo, el pintoresco rito hierosolimitano creció en importancia y en solemnidad, porque en el siglo VI eran cinco las estaciones en las cuales se paraban durante el recorrido, y otras iglesias orientales, entre ellas Edesa y Constantinopla, la habían introducido en su ritual.
Nos es desconocido cómo y cuándo precisamente el uso litúrgico hierosolimitano haya pasado a Occidente. Las primeras señales ciertas se encuentran para España en San Isidoro de Sevilla (+ 636), en el Líber ordinum mozárabe y en el misal de Bobbio, cuyas fórmulas muestran evidentes puntos de contacto con el antiguo rito español y con la liturgia bizantina.
El Venerable Beda (+ 735), en la homilía ín Dominica Palmarum, parece conocer no sólo la fiesta, sino también una ceremonia litúrgica de las palmas El Versas de Teodolfo, obispo de Orleáns (760-821), Gloria, laus et honor, que gozó de tanta popularidad en la Edad Media, y del cual sólo una pequeña parte está contenida en el misal, atestigua ya un desenvolvimiento sorprendente en Angers por parte del ritual de la función de las palmas. En tiempo de Amalario (+ 853), la procesión era ya en Jas Calías una costumbre tradicional: In memoriam Ulitis reí — escribe él — solemus per ecclesias nostras portare ramos et clamare hosanna.
En Roma, los sacramentarlos gelasiano y gregoriano conocen solamente el título Dominica in palmis. pero es casi cierto que existía la bendición relativa, haciendo mención de ella una carta del papa Zacarías a San Bonifacio en el año es de esta dominica una bendición para los portadores de palmas. Es preciso descender al siglo X para encontrar en el Pontifical romano-germánico el más antiguo ritual de la procesión de las palmas y numerosas fórmulas de bendición.
El deseo de reproducir en el campo litúrgico las circunstancias de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén dio a la procesión de las palmas en el Medievo un movimiento dramático tan vivo y profundo, que quizá no encuentra igual en otras solemnidades del año. De ordinario, todo el pueblo, encabezado por el obispo y el clero, se reunía en una iglesia fuera de la ciudad o en un lugar elevado, como para representar el monte de los Olivos. Aquí, después de la lectura del Éxodo: Venerunt filii Israel in Elim, donde son recordadas las 70 palmas del desierto, se bendicen los ramos de palma, de olivo o de otros árboles con una larga serie de oraciones y se distribuyen. Entonces se pone en marcha la gran procesión, en la cual la persona del Señor está representada por el libro de los santos Evangelios, envuelto en un tapiz purpúreo, puesto sobre un portatorium, una especie de féretro ricamente adornado y llevado por cuatro diáconos, o bien por un gran crucifijo descubierto y rodeado de guirnaldas de fresco verde. Durante la procesión se alternaban las antífonas Cum afrpropinquasset, Cum audisset, Turba multa, Occurrunt turbae cum floribus, mientras los niños arrojaban flores al paso de los diáconos.
Llegados a las puertas de la ciudad, junto a la torre de guardia tenía lugar el solemne homenaje al Redentor. El Ordo de Besangon lo describe así: "Comienzan los niños de la schola, los cuales, extendidas por tierra las capas y las casullas y depuestos los ramos benditos delante de la cruz, la adoran de rodillas, mientras el clero canta el Kurie eleison y la antífona Pueri Hebraeorum vestimenta frrosternebant. En este punto es ejecutado en coros alternados40 el himno de Teodolfo Gloria laus et honor. Sigue después el homenaje del pueblo, que en pequeños grupos va delante de la cruz, depone sus flores y la adora, mientras se canta la antífona Omnes collaudent nomen tuum con el salmo Lauda lerusalem Dominum. Finalmente viene a postrarse el obispo con el clero, y el coro canta la antífona Percuízam foastorem. A estas palabras, un clérigo con la mano o con la palma le golpeaba levi ictu en las espaldas. Concluida la adoración de la cruz, el cortejo entra en la ciudad al canto de la antífona Ingrediente Domino in sanctam cwitatem y después del himno Magnus salutis gaudium. Y, llegados a la catedral, se entona el Benedictas, y el obispo concluye la procesión con una oración. En Roma, la procesión se formaba en Santa María la Mayor, para después dirigirse a San Juan de Letrán, la basílica estacional del día. Para representar a Cristo, en un principio fue llevado el libro de los Evangelios, cubierto generalmente de un paño purpúreo; pero más tarde fue suprimido este uso.
En Inglaterra y en Normandía era común la costumbre, introducida, según parece, por Lanfranco, arzobispo de Canterbury (+ 1089), de llevar en procesión la santísima eucaristía; en las pequeñas aldeas de estos países la procesión iba precedida de la cruz, que generalmente estaba erigida en el cementerio, y por esto era llamada "cruz de la palma" (Palm cross) En Alemania, desde tiempos de San Ulrico, obispo de Augusta (+ 973), se solía llevar en procesión el llamado "asno de la palma" (Palmesel), un asno de madera provisto de un carrito, sobre el cual estaba la estatua del Salvador, que después era expuesta en la iglesia a la veneración del pueblo retro altare usque ad completorium quartae feriae. En Milán, la bendición de las palmas tenía lugar en la basílica laurenciana; desde aquí, el arzobispo, montado sobre un caballo ricamente.enjaezado" se dirigía con la procesión hacia la basílica ambrosiana, donde se cantaba la misa.
La misa de la presente dominica, que mantiene todavía su impronta primitiva, está exclusivamente consagrada a la memoria de la pasión de Nuestro Señor, que la Iglesia antigua celebraba precisamente en este día. El salmo 21, Deus, Deus meus, réspice in me, quare me dereliquisti, el himno profético de los dolores de Cristo, ha proporcionado el texto para el introito y el tracto, el cual nos da los versículos más expresivos. La epístola recuerda la humillación heroica de Jesús usque ad mortem, mortem autem crucis. De las tres oraciones, la primera, que es la original, refleja exactamente el misterio del día; menos, en cambio, las otras dos, las cuales no se comprende por qué substituyeron a aquellas mucho más adaptadas contenidas en el gelasiano. En el evangelio se lee por entero la pasión escrita por San Mateo, el único que, según la antiquísima costumbre romana, se leía en esta semana. San León Magno atestigua que él solía hacer la explicación en esta dominica y en el miércoles sucesivo. En África, según escribe San Agustín, se leía el Viernes Santo; Passio autem, quia uno die legitur, non solet legi nisi secundum Matthaeum. En realidad, él había intentado hacer leer una armonía de los cuatro evangelistas, como parece se usaba en España; pero el pueblo no quiso saber nada: Volueram aliquando ut per singulos annos secundum omnes evangelistas etiam passio legeretur; factum est; non audierunt nomines quod consueverant et perturbati sunt.
La importancia de la lectura de la Passio era ya puesta de relieve en la liturgia antigua. San Agustín lo da a entender cuando escribe: Solemniter legitur Passio, solemniter celebratur. Los más antiguos evangeliarios, comenzando por el de Vercelli (s.V), hacen preceder a las palabras de Cristo en la historia de la pasión de San Mateo de alguna señal especial, las más de las veces una T. Más tarde se introdujeron otras dos: C al comenzar de nuevo la narración, S cuando entran en escena los interlocutores. Tales señales y otras muy variadas no son más que indicaciones musicales para servir de guía al cantor, según que la melodía se mueva para el canto del Christus en el tetracordo inferior del diapasón (tacite, trahe), o sobre la dominante (C = cito, celenter), para el texto narrativo, o bien en el tetracordo agudo (S = sursum), para las frases interlocutorias. La melodía actualmente prescrita por la rúbrica ha adoptado los signos dichos, excepto la T, en cuyo lugar ha puesto, como desde hacía tiempo lo hacían los copista medievales.
El uso de ejecutar la Passio con tres cantores, de los cuales uno representa la parte de cronista (evangelista), el otro la de Nuestro Señor, y el tercero, la de las varias personas que entran en la narración, fue introducido hacia el 1000 en las iglesias del Norte, y después imitado por todas partes por exigencias prácticas y quizá también por el deseo, conforme con el gusto de la época, de hacer más dramática y expresiva la narración.
De las tres primeras ferias de la Semana Santa, la del miércoles es la más antigua y la más importante. En Jerusalén, según cuenta Eteria, reunido el pueblo en la basílica de la Anástasis, se leía la perícopa evangélica en la cual Judas se ofrece a los ancianos para traicionar al Maestro. La gente escucha en silencio; pero cuando oye la vil petición Quid vultis míhi daré...? se vuelve toda un rugido y un bramido, y Eteria, como otros muchos, no puede contener las lágrimas. También en Roma la "feria cuarta" era bastante importante, como puede deducirse por la estación asignada a Santa María la Mayor y por las dos lecturas proféticas, que pertenecen todavía a la misa. Más aun: en un principio, la sinaxis de este miércoles debió probablemente ser alitúrgica, es decir, sin celebración de misa, como el Viernes Santo, ya que por muchos siglos los Ordines romani han conservado señales de esta primitiva disciplina. En efecto, prescriben que la feria cuarta de la semana grande, en la reunión general del clero de la ciudad y suburbano, que tenía lugar en la laterana por la mañana, no se recitase otra cosa que las Orationes solemnes, hoy en uso exclusivamente el Viernes Santo. La consagración eucarística estaba reservada a la estación vespertina en la basílica liberiana. La lectura de la Passio según el Evangelio de San Lucas comienza a sernos atestiguada en los Capitulare romanos al final del siglo VII; la de San Mateo fue introducida no antes del siglo IX en lugar de la lección evangélica primitiva del lavatorio de los pies (Lc. 13:1-15), reservada después al Jueves Santo.
Los libros litúrgicos titulan este día, consagrado principalmente a celebrar la institución de la santísima eucaristía, feria quinta in Coena Domini; tal nombre era ya común en África y en Italia a principios del siglo V. Por el contrario, el calendario de Polemio Silvio señala el Jueves Santo al 24 de marzo con la rúbrica Natalis calicis. Esta fecha y esta expresión, que se encuentran también en Avito de Viena (+ 518), Eligió de Noyon (+ 656) y parece que fueron corrientes en las Galias meridionales durante los siglos VI y VII, se explican con la idea, entonces muy común, de considerar el 25 de marzo como la fecha histórica de la muerte de Nuestro Señor, y el 27 como el de la resurrección.
La liturgia del Jueves Santo, expresada en el oficio y en el formulario de la misa, une al recuerdo de la institución eucarística los luctuosos episodios que poco después dieron principio a la pasión de Cristo, es decir, la oración y mortal agonía en el huerto de los Olivos y la traición de Judas; muchas iglesias llamaban a este día dies traditionis. En este mismo día, desde la más remota antiguedad cristiana se hacían dos ritos expeciales: a) la reconciliación de los penitentes, y b) la consagración de los óleos santos, con vistas a la bendición de la fuente bautismal y a ]a confirmación de los neófitos en la noche de Pascua.
Las tres misas antiguas.
El sacramentarlo geíasiano contiene tres misas para el Jueves Santo. La primera, propia de la iglesia romana, era celebrada para la reconciliación de los penitentes, cuyo rito en este jueves desde el 416 servía como misa de los catecúmenos, y por eso era inmediatamente seguida de la ofrenda y de la misa de los fieles; la segunda, llamada missa chrismalis, por la consagración de los óleos; la tercera, titulada ad vesperum, en memoria de la institución de la santísima eucaristía y de la traición de Judas. Esta última tiene relación con el uso, testimoniado en África, por San Agustín y en Oriente por San Epifanio y por Eteria, de celebrar, además de la misa de la mañana, una segunda por la tarde, post nonam, a imitación de la última cena de Nuestro Señor, durante la cual se solía recibir la comunión sin estar en ayunas. El gregoriano y los antiguos Ordines románino conocen más que una misa, la de la consagración de los óleos santos, la cual se celebraba a hora más bien tardía, hora quasi séptima, dice el Ordo de Einsiedeln; revestía marcado carácter festivo. El papa y los diáconos induuntur dalmaticis vel omni ornamento se canta el Gloria in excelsis Deo, y en todo se procede con el ceremonial de las grandes solemnidades, sicut mos est in dies solemní. También hoy día, a pesar de que el formulario de la misa haya modificado el carácter antiguo, los ministros llevan vestidos blancos de fiesta; blanco es el velo que cubre la cruz del altar, y el Gloria es entonado entre el sonido prolongado de las campanas, después de lo cual callan hasta la misa de Pascua.
Este silencio de los bronces sagrados, simbólico sin duda, al cual ya alude Amalario, comenzaba en algunos lugares aun antes de la misa. A completorio — dice Durando — sive a vespera qua Dominus traditus fuit, campanarum silentium inchoatur; alii ad primam huius quintae feriae et non ulterius pulsant campanas, fit tamen signum cum tabula. La tabula (crepitaculum, crótalo), de la cual habla Durando, era un instrumento de madera muy difundido en los claustros hasta los tiempos de Casiano, donde suplía al servicio de las campanas, entonces no muy generalizado. En particular, según las costumbres cluniacenses, se usaba sonar la tabula cuando un monje entraba en agonía (Tabula morientium) y cuando tenía lugar el lavatorio de los pies (ad rnandatum). Es quizá de estos usos monásticos medievales de donde nace la costumbre de suspender en los días del triduo sagrado de la muerte del Redentor el sonido de las campanas y de substituirlo con el de los instrumentos de madera.
La misa actual ha modificado notablemente su ordenación primitiva, no siendo ya solamente en función de la consagración de los óleos, sino de la eucaristía y de la traición de Judas. Según una hipótesis de Morin, apoyada por los libros litúrgicos más antiguos, en la misa original de la elenco de los días de precepto el Jueves in Coena Domini. Quater in anno — escribía Raterio de Verona (+ 978) en una instrucción a sus sacerdotes, id est átale Domini et Coena Domini, Pascha et Pentecostés, omnes fideles ad communionem Corporis et Sanguinis Domini accederé admonete. La práctica había arraigado tanto entre los fieles, que durante los siglos XII-XIII la multitud de los que comulgaban impedía prácticamente al clero el comulgar. Un Ordo monástico de la época lleva esta advertencia: Feria Quinta maioris hebdomadae propter multitudinem pauperum et hospitum non communicant canonici, ñeque fratres.
La bendición de los óleos.
La consagración de los óleos, que está encuadrada en la misa pontifical de este día, se remonta ciertamente a una alta antiguedad, aunque no sea posible hacerla ascender hasta una verdadera tradición apostólica, como quisiera San Basilio. Tertuliano es el primero en hablar cuando escribe: Esressi de lavacro perungitur benedicta uncfzone, y ya la Traditio, de Hipólito, la reserva expresamente al ministerio del obispo. Estos en Roma, según la Traditio, consagraban inmediatamente antes de conferir el bautismo, sea el crisma, llamado por Hipólito oleum euchanstiae, sea el aceite de los catecúmenos, llamado oleum exorcistatum. El aceite para los enfermos era bendecido por el sacerdote en las misas ordinarias todas las veces que fuese pedido por los fieles.
Es difícil precisar cuándo se comenzó a bendecir conjuntamente los tres óleos litúrgicos y a fijar el rito en el Jueves Santo. El primer testimonio de tal disciplina es el gelasiano y el I OR. Fuera de Roma, en la época de su composición imitad del s.VI) existían usos diversos.
La más antigua fórmula de la bendición del óleo de los enfermos se encuentra en la Traditio, de San Hipólito, una frase de la cual ha pasado textualmente en la oración epiclética: Emitte, quaesumus, Domine, Spiritum Sanctum, contenida en el gelasiano y todavía en uso hoy. El obispo la recita en voz baja sobre la ampolla del óleo, llegado a aquellas palabras del canon Per quem haec omnia, Domi ne... cuando, según la disciplina primitiva, el sacerdote solía bendecir los frutos estacionales, el aceite, las flores y, en general, todo aquello que los fieles llevaban a la iglesia. Un recuerdo de esta antigua popularidad del óleo bendecido para los enfermos era el uso medieval romano de que, mientras el papa el Jueves Santo bendecía el oleum infirmorum del altar, los presbíteros al mismo tiempo se asomaban a los lados del presbiterio para bendecir también ellos las varias ampollas del aceite que presentaban sus fieles.
La consagración del crisma hoy se realiza inmediatamente después de la comunión, pero antiguamente, según la rúbrica del gelasiano, tenía lugar la fracción de las oblatas y la mezcla. Esta se inicia con la bendición del bálsamo y con su mezcla con el óleo crismal mediante dos fórmulas de origen galicano, desconocidas hasta el siglo XV en los libros romanos. Según el vetusto uso de Roma, el papa mezclaba el bálsamo con el crisma, estando en el secretarium, inmediatamente antes de la misa. Hecho esto, el obispo en primer lugar y después cada uno de los doce sacerdotes asistentes, soplan tres veces en forma de cruz sobre la ampolla. Es ciertamente un gesto de exorcismo, que se encuentra mencionado por primera vez en el Ordo de San Amando, cuyo significado se declara en la fórmula Exorcizo, añadida después del siglo XI.
Sigue después la solemne oración eucarística consecratoria del crisma, referida ya por el gelasiano, en la cual se hace como la historia del simbolismo escriturístico añejo a la unción del aceite; del ramo de la paloma del arca de Noé, a la unción de Aarón por mano de Moisés y a la aparición de la paloma después del bautismo de Cristo; y termina con una epiclesis al Padre a fin de que, por los méritos de Jesús Salvador, envíe al Espíritu Santo, infundiendo su potencia divina en el perfumado líquido para que resulte para los bautizados crisma de salud. Hecho esto, los sacerdotes asistentes se acercan por turno a la ampolla del crisma y la saludan tres veces: Ave, sanctum Chrisma, haciendo la genuflexión y besándola reverentemente. El saludo es de origen romano, atestiguado ya en el I OR; pero el beso es una tardía novedad galicana.
Análogas ceremonias se hacen con el óleo de los catecúmenos después que el obispo, previo exorcismo, lo ha consagrado con una simple oración.
Lo que tiene de característico la bendición de los óleos es la procesión solemne que se hace para el traslado de las ampollas del crisma y del óleo de los catecúmenos de la sacristía al altar, y viceversa. Participan en ella los sacerdotes, los diáconos y los subdiáconos asistentes a la misa; se llevan las luces y el incienso y durante el trayecto se cantan los versus, atribuidos a Venancio Fortunato, Audi íudex mortuorum, con el estribillo O Redemptor, sume carmen. Este rito no es de origen romano. Los textos romanos anteriores al siglo IX dicen expresamente que un ministro inferior (subadíuva) o dos acólitos presentan al obispo las ampollas del óleo que se ha de consagrar; pero no alude a un traslado solemne: Continuo dúo acolythi involutas ampullas cum sindone... e medio tenent in brachio. La procesión aparece por primera vez en el X OR (s.XIII), es, según De Puniet, una explícita interpolación galicana. Es conocido como la liturgia galicana, de acuerdo con la bizantina, usa el acompañar las ofertas al altar con una procesión solemne y con el canto de especiales antífonas. Fue precisamente uno de estos ritos la procesión de los óleos, que, habiendo pasado al pontifical romano-germánico (s.IX-X), entró por medio de él en el dominio de la liturgia romana.
El "sepulcro" y los ritos conclusivos.
El celebrante en este día, según la rúbrica del misal, debe consagrar dos hostias, una de las cuales consume él mismo, y la otra reservat pro die sequenti, in quo non conficitur sacramentum. Ya que el Viernes Santo ha sido siempre alitúrgico, el uso de reservar la eucaristía para el día siguiente es antiquísimo. El IOR, después de haber dicho que el papa distribuye la comunión a todo el pueblo, añade: Et serval de Sancta usque in crastinum (n.31).
El Sancta que se debía guardar para el día siguiente eran los elementos eucarísticos bajo las dos especies. El gelasiano lo declara expresamente en las rúbricas del Viernes: Proce-dunt (los diáconos) cum corpore et sanguino Domini, quod ante diem remansit. Pero después del siglo XI, los libros rituales romanos, mientras prescriben siempre el poner en reserva una parte de las oblatas consagradas, tiene cuidado en especificar que debe excluirse el vino: Sanguis Domim penitus absumatur; en efecto, la comunión baio las especies del vino había cesado para los fieles.
La eucaristía se guardaba en el sagrario, como de costumbre. Pero durante el siglo XI, y más tarde bajo el impulso de la creciente devoción al Santísimo Sacramento, la disciplina comienza a sufrir radical innovación. La eucaristía no se conserva ya en la sacristía, sino que queda depositada en la iglesia sobre un altar o en un lugar convenientemente preparado, y su traslado se realiza procesionalmente y con cierta pompa.
El simbolismo fundamental de esta deposición eucarística, resaltado ya desde el siglo IX por Amalario y después fácilmente repetido por los liturgistas medievales, fue el de simbolizar la muerte de Cristo en el sepulcro, para completar con el jueves los tres días pasados por El en la tumba; por lo demás, todo el aparato litúrgico que lleva consigo la evolución del rito sugería fácilmente la idea y el nombre de "sepulcro," llamado todavía impropiamente así por el pueblo a pesar de que la Iglesia haya siempre prohibido el acumular elementos tales (como guardias, tumba, imágenes de María y de San Juan, emblemas fúnebres, etc.) que pudiesen hacer alusión a esta idea.
A aumentar el equívoco contribuyó quizá, más que nada, la costumbre, introducida casi umversalmente después del siglo XI, de erigir en el Viernes Santo detrás o a un lado del altar o en una capilla lateral una representación del sepulcro de Cristo, donde, en un tabernáculo preparado, era solemnemente depositada o. como se decía, sepultada la cruz del altar y la santísima eucaristía. Los fieles la adornaban copiosamente con flores y luces y de día y de noche hacían la guardia rezando hasta el alba de Pascua; la eucaristía era entonces llevada procesionalmente al altar. Indudablemente, esta función con su sepulcro simbólico, aunque posterior en cuanto a la fecha, ha prevalecido sobre la otra y le ha dado el propio nombre.
Depositado el Santísimo Sacramento, se recitan vísperas por el coro. En la liturgia romana de los siglos VII-VIII, hoy, como en los días sucesivos, no había lugar para el oficio vesperal, ya que las funciones del día tenían lugar en las horas de la tarde. En efecto, los más antiguos Ordines romani hablan más bien de las vigilias y de las laudes, pero callan absolutamente de las vísperas. Las vísperas actuales, que se encuentran ya por entero, excepto pequeñas diferencias, en el antifonario de San Pedro, han sido introducidas en el siglo XI después de que la misa del día había sido trasladada a las horas antes del mediodía.
Recitadas las vísperas, el celebrante con los ministros procedía a desnudar los altares. El rito es, sin duda, muy antiguo, mencionándolo ya el I OR: A véspero autem huíus diei nuda sint altaría usque in mane Sabbati. No es, sin embargo, improbable que esta ceremonia, aparentemente tan expresiva, sea un resto del uso primitivo de quitar los manteles del altar apenas terminada la sinaxis. Un canon del concilio XVII de Toledo parece confirmarlo.
Además de desnudarlo, se practicaba en la Edad Media, generalmente después del mediodía, el lavado de los altares con agua y vino. También este rito, si bien de ordinario interpretado místicamente como un fúnebre obsequio a Cristo, representado por el altar, tuvo probablemente un origen sencillamente natural. Se lavaban los altares uara prepararlos para la gran solemnidad de la Pascua. En este sentido escribía San Isidoro de Sevilla: Eodem die Jueves Santo altaría templi parietes et pavimenta lavantur, vasaque purificantur quae sunt Domino consecrata. En el uso de Roma, esta ceremonia debió entrar muy tarde, porque no se hace alusión a ella en los sacramentarios gelasiano y gregoriano. Pero, mientras desde hace mucho tiempo ha perdido por todas partes todo carácter litúrgico, en la Urbe se practica todavía con respecto al altar papal en la basílica de San Pedro. Terminado el oficio de tinieblas, el clero de la basílica se dirige procesionalmente al altar de la Confesión, que primeramente ha sido despojado, y sobre el cual están preparadas siete ampollas llenas de vino blanco mezclado con agua. Entonada la antífona Diviserunt sibi, que es proseguida por los capellanes con los versículos del salmo 21, veus, Deus meus, el canónigo oficiante y otros seis ascienden las gradas del altar, y todos derraman simultáneamente sobre la mesa el contenido de las ampollas. Después se retiran para dejar el puesto al cardenal arcipreste, que sube al altar y con un ramo de tejo esparce el líquido; lo mismo hacen después de él todos los canónigos. Terminado esto, vuelven al altar el canónigo oficiante y los seis asistentes, que con esponjas o con paños secan la mesa. Por último, estando todos de rodillas, el oficiante recita el verso Chrlstus factus est, después en secreto Pater noster, y se termina con la oración Réspice.
La adoración de la cruz.
A las lecturas sigue actualmente la adoración de la cruz. Este rito, introducido en Jerusalén después de la invención de la cruz hecha por Constantino, nos es descrita por San Cirilo de Jerusalén y más largamente en la relación de la peregrina Eteria. Era muy simple y sin preciso carácter litúrgico. A la hora octava se reunía el pueblo en la iglesia de la Cruz, sobre el Gólgota; el obispo está sentado en su cátedra rodeado de los diáconos, y delante de él, sobre una mesa cubierta con un mantel, se deposita el leño de la cruz y el título, despojándolos de la cubierta de plata dorada donde solían conservarse. El obispo extiende sobre ellas la mano y los diáconos vigilan para que ninguno por atrevida devoción se atreva a levantar alguna pequeña parte. Entre tanto, todos, del clero y del pueblo, uno por uno, pasan delante a venerar las reliquias, besándolas y aplicándolas a la frente y a los ojos. Ningún canto u oración durante la ceremonia; todo se desenvuelve en silencio.
El rito, que atraía enorme concurso de pueblo, fue imitado, como lo atestigua ya San Paulino, en muchas iglesias del Oriente y del Occidente, y, sobre todo, en aquellas que tenían la fortuna de poseer una reliquia de la verdadera cruz. Entre éstas estaba Roma, que en el siglo V poseía varias, entre las cuales una en la basílica de Santa Cruz de Jerusalén, transportada después por el papa Hilario (461-468) al nuevo oratorio de la Cruz, en el laterano, que se perdió después, y otra "depositada por el papa Símaco (498-514) en el Oratorium crucis, añejo a San Pedro. Cuando hubiera comenzado en Roma la ceremonia de la adoración, resulta difícil precisarlo. Sin embargo, considerando que ésta muestra evidentes caracteres de origen bizantino, es lícito conjeturar que haya sido introducida en la primera mitad del siglo VII y quizá anteriormente a la misma fiesta de la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre).
La más antigua descripción de la ceremonia romana se encuentra en el Ordo de Einsiedeln (s.VIII), que reproduce en su austera simplicidad la de Jerusalén. El papa, hacia la hora octava, desciende del patriarcado lateranense y, con los pies descalzos, junto con los ministros, va procesionalmente a Santa Cruz de Jerusalén llevando en la mano un incensario humeante, mientras, detrás de él, post dorsum Domini apostolici, un diácono lleva lignum pretiosae crucis in capsa...intus cavam habens confectionem ex balsamo satis bene olente. Era probablemente la reliquia de la cruz del papa Símaco, más tarde desaparecida y después encontrada por el papa Sergio. Entrados en la iglesia y depositado el relicario sobre el altar, el pontífice descubre la cruz, se postra a adorarla y después se levanta y la besa. Así hacen todos los miembros del clero, el pueblo y hasta las mujeres, a las cuales, sin embargo, es llevada la cruz por los subdiáconos al lugar designado para ellas. Siguen después las lecciones, los responsorios, el canto de la Passio, las lecciones.
Entonces, el pontífice saluda al pueblo y vuelve procesionalmente al laterano cantando el salmo Beati immaculati. En cuanto a la comunión, el Ordo nota expresamente que Apostolicus ibi non communicat nec diaconi. Pero, continua el Ordo, si alguno desea recibir la comunión, debe dirigirse a las otras iglesias o títulos de Roma y comulgar allí. Esto prueba que, después de la función papal, en los títulos se celebraba una ceremonia análoga, concluida con la comunión. Es ésta, en efecto, la función la encontramos descrita por el gelasiano, la cual se celebraba hacia la hora de nona, la hora de la muerte de Cristo. Se comienza poniendo la santa cruz sobre el altar; hechas las lecturas y dichas las lecciones, los diáconos llevan del sagrario las especies consagradas en el día anterior, depositándolas sobre la mesa. Entonces, el sacerdote se dirige al altar, adora la cruz y |a besa. Recita después el Pater noster con su embolismo y comulga; lo mismo hacen los fieles después de que a su vez han adorado y besado la santa cruz.
Como se ve, el primitivo rito romano era muy simple. El único elemento decorativo consistía en el canto del Ecce lignum crucis, intercalado como antífona entre los larguísimos versículos del salmo 118, Beati immaculati in vía, durante el recorrido del laterano y mientras el pueblo desfila para besar la cruz.
Pero en España y en las Galias, bajo el influjo de la liturgia de Jerusalén, la ceremonia fue en seguida dramatizada con el descubrimiento y ostentación de la cruz, con la triple postración y oraciones delante del santo leño y, sobre todo, con el canto dialogado del Popule meus, de los improperios y del trisagio bizantino, y terminada por fin. como grito de triunfo, con la antífona griega Crucera tuam, cantada sobre el tema del Te Deum, y que ensalzaba las glorias de la cruz, junto con las líricas expresiones de los dos himnos Pange lingua y V exilia regís, de Venancio Fortunato. Todos estos elementos de origen extranjero, importados en la liturgia romana entre los siglos IX y XI, forman hoy el cuadro altamente sugestivo de la adoración de la cruz, que ha terminado por centrar en sí la más grande atención del pueblo.
Hay que observar, sin embargo, que el rito antiguo estaba ordenado a la adoración de una reliquia de la verdadera cruz. Pasado a las iglesias donde no se tienen reliquias de tal género, y celebrado por esto con un crucifijo, ha perdido su primitivo significado.
La misa de los presantificados.
La llamada misa de los presantificados (de los términos griegos ή των προηγιασμένων λειτουργία) con que termina la funciσn del Viernes Santo, aunque acompañada de algunas oraciones y ceremonias propias de la verdadera misa, no es en realidad más que un simple rito de comunión hecho con las sagradas especies precedentemente consagradas. Duchesne la pone en relación con las antiguas sinaxis alitúrgicas, las cuales muchas veces, como observa Tertuliano, se concluían con la comunión: Similiter de stationum diebus non putant plerique sacrificioruní orationibus interveniendum, quod statio solvencia sit accepto corpore Domini. Todavía hoy los griegos, apoyándose en un canon del concilio de Laodicea (365) y de Constantinopla (en Trullo, a.692), se abstienen de celebrar el santo sacrificio en los días de Cuaresma, excepto el sábado y la dominica, supliéndolo con la misa de los presantificados. El Viernes Santo, sin embargo, toda la Iglesia antigua, por un justo motivo de luto, suprimía no sólo la celebración de la misa propiamente dicha, sino también el uso de los presantificados, es decir, de la comunión. La Peregrinatio, en efecto, calla completamente; aun hoy día es desconocido al rito griego y ambrosiano. Todavía en el siglo VIII no parece que la iglesia romana lo hubiese reconocido oficialmente, porque, como apuntábamos arriba, Amalario y el Ordo de Einsiedeln concuerdan en afirmar que ninguno del clero recibe la comunión en el lugar donde oficia el papa. El Ordo citado, sin embargo, se apresura a añadir que el pueblo la hacía en los títulos: Qui noluerit ibi communicare vadit per alias ecclesias Romae seu per títulos et communicat.
El Sábado Santo ha sido siempre también en Oriente un día alitúrgico. Traditio Ecclesiae habet — escribía Inocencio I (402-417) — isto biduo (el viernes y el sábado) sacramenta penitus non celebran. En él la Iglesia continúa el luto por la muerte del Redentor, conmemorando la sepultura: In pace in idipsum dormiam et requiescam...; Re quiescet in monte sancto tuo...; Caro mea requiescet in spe (antífonas del primer nocturno), y el descenso a los subterráneos del limbo: Elevamini portae aeternales et introibit rex gloriae...; Domine, abstraxisti ab inferís animam meam (primera y tercera antífonas segundo nocturno); Non derelinques animam meam in inferno... (Ps. 15, primer nocturno).
Es superfino notar cómo todas las funciones que actualmente se desenvuelven en este día eran en un principio celebradas exclusivamente en la noche sucesiva, la solemne vigilia de Pascua (nox sancta), madre de todas las vigilias cristianas, que terminaba al alba de la dominica. Esta es ya comentada en la Epistula Apostolorum, de la primera mitad del siglo II, y por la Didascalia, a principios del III, que traza todo el programa eucológico. Una tradición que San Jerónimo hace remontar a los apóstoles, quienes mandaban estar vigilantes hasta más allá de la media noche en espera de Cristo, porque El, a semejanza del ángel exterminador, habría vuelto en la noche de Pascua, est enim Phase id est transitas Domini. La vigilia, portante, se prolongaba durante casi toda la noche, de donde viene el nombre de pannuchia que se le dio en Oriente. Tertuliano hacía de esto motivo para apartar a la mujer cristiana de casarse con un infiel: Quis... solemnibus Paschae abnoctantem securus sustinebit? El pueblo se reunía en la iglesia hacia la puesta del sol; a vespera, dicen las Constituciones apostólicas; Eteria indica la hora de nona. Más tarde, para favorecer mayormente el concurso del pueblo, o quizá, mejor, para eliminar los inconvenientes a los cuales daba lugar una reunión nocturna tan prolongada, la Iglesia progresivamente anticipó las funciones a la tarde del Sábado Santo. Los más antiguos Ordines rornani (s.VIII-IX) indican la hora séptima u octava; las Consuetudines farfenses (s.XI), la hora de nona. Comenzando por el X OR (s.XIII), los libros romanos señalan la hora de sexta, que fue después conservada en el vigente Coeremoniale Episcoporum; pero prácticamente, desde hace al menos dos siglos, trasladada hasta la hora de tercia, es ahora reconocida oficialmente por el Código Canónico, que señala al mediodía el término de la Cuaresma. No se puede negar que estas sucesivas anticipaciones hayan creado un desconcierto, más aún, cierta contradicción, entre el misterio del día y las fórmulas litúrgicas que le han sido sobrepuestas. A pesar de esto, la Iglesia mantiene sus ritos, los cuales conservan siempre su razón histórica conmemorativa y todo su valor simbólico.
Antiguamente, la mañana del sábado era consagrada a preparar el grupo de los elegidos al inminente bautismo. Estos eran sometidos a un nuevo y solemne exorcismo, al rito del epheta y a la triple renuncia a Satanás. Debían, además, expresar públicamente su adhesión a la fe con la redditio Symboli, esto es, con la recitación del Credo, que se les había enseñado en el escrutinio del sábado in mediana, después de lo cual eran despedidos; Filii charissimi, revertimini in loéis vestris, expectantes horam qua possit circo vos Dei gratia baptismum operan.
La preparación al bautismo.
Con las doce lecciones o profecías que siguen a la consagración del cirio, comienza propiamente el tradicional oficio de la vigilia romana de Pascua. Sabbato sancto — escribe el Ordo de Einsiedeln — hora quasi VII ingreditur clerus in ecclesiam... et accendunt dúo regionarii per unum quemque fáculas... et veniunt ad altare; et ascendit lector in ambonem et legit lectionem graecam. Sequitur in principium et oraliones et "Flectamus genuan et tractus."
El número primitivo de lecciones fue de doce, no sólo en Roma, sino en toda la Iglesia; sobre este punto se constata una rara uniformidad tanto en Oriente como en Occidente. San Benito, que en la ordenación de las horas canónicas se inspiró en la práctica de la iglesia romana, fijó en doce el número de las lecciones del oficio de la vigilia de la dominica. Por lo cual no está lejos de la verdad Batiffol conjeturando que estas lecciones pronunciadas sin título, sin bendición, sin fórmula de terminación y en las dos lenguas griega y latina representan el tipo arcaico de la vigilia de Pascua tal como debía celebrarse alrededor del siglo IV y aun antes. Más tarde, en Roma, el número sufrió oscilaciones. El gelasiano las reduce a diez; el gregoriano en sus varias recensiones, unas veces a cuatro y otras a ocho; en las Galias, en tiempo de Amalario (s.IV) eran cuatro; pero la tradición duodenaria, vigente en muchas iglesias del Norte, terminó por prevalecer e imponerse también en Roma.
El Líber pontificalis recuerda a propósito de Benedicto III (855-858) que dignum volumen praeparare studuit, in quo graecas et latinas lectiones, quas die sabbato sancto Paschae, simulque et sabbato Pentecostés subdiaconi legere soliti sunt, scriptas adiungi praecepit.
Las doce lecciones, que están tomadas de diferentes libros escriturísticos, forman como una serie de cuadros, los cuales no sólo debían servir de preparación a los catecúmenos para el bautismo inminente, sino también para todos los fieles un reclamo eficaz para recordar la gracia del bautismo recibido; no hay, en efecto, ninguna o sólo muy lejanas referencias al misterio de la resurrección. Se cuentan la narración de la creación (Gen. 1 y 2), la historia del diluvio (id., 5-8), la tentación de Abrahán (id., 22), el paso del mar Rojo (Ez. 14-15), seguido del cántico de Moisés Cantemus Domino, el canto propio de los neófitos, que en el milagroso suceso veían prefigurado su propio paso a la fe. Vienen después las profecías propiamente dichas, representadas por Isaías (54 y 55), Baruc (3), Ezequiel (37), con su trágica visión de los huesos que reviven, y de nuevo Isaías (4), que hace de introducción a su célebre canto Vinea acia est dilecto. La viña era figura de la Iglesia en el simbolismo antiguo. Las últimas cuatro lecciones tienen carácter histórico: Éxodo (12), que describe el rito de la inmolación del cordero pascual; Jonas (3), mandado a predicar a Nínive la penitencia; Moisés (Dt. 31), que reprende al pueblo su infidelidad a Dios, con el cántico Atiende caelum et loquar, y, finalmente, Daniel (3), con la narración de los tres jóvenes arrojados al horno. Cada lección va seguida de la oración colectiva, hecha de rodillas, Flectamus genua, después resumida en la oración del celebrante.
Hoy, los tres cantos están intercalados entre las lecturas El misal romano los llama tractus, pero en los códices (gelasiano, gradual de Monza) llevan el nombre de Canticum. Estos, en efecto, no están sacados del Salterio, como los comunes cantos responsoriales, sino de la antigua colección de odas proféticas escriturísticas, transmitidas a nosotros por la Sinagoga, que una antiquísima tradición hacía cantar en torno al oficio matinal. Su texto, que se diferencia notablemente del de la Vulgata, representa una versión latina anterior a la jerosolimitana. Actualmente, a la duodécima lectura de Daniel no sucede ningún cántico; pero es probable que en un principio existiesen las así llamadas Benedicciones, es decir, el cántico de los tres jóvenes, como se encuentra siempre en la ordenación del antiguo oficio de la vigilia de las témporas. San Agustín lo atestigua expresamente, y nos ha quedado una señal en algún libro litúrgico posterior.
Este conjunto de prolijas lecturas, de cánticos y de oraciones debía confiarse, sin duda, a los fieles; pero el ambiente fuertemente iluminado que presentaba la Iglesia en aquella solemne vigilia y más todavía la palabra viva del obispo y de los presbíteros, que comentaban los puntos más salientes de las lecciones, tenían despiertos y ocupados a los fieles durante toda la noche. San Agustín lo declara abiertamente: Multas divinas lectiones audivimus, quarum prolixitate parem sermón em nec nos valemus. nec vos capíiis, si valeamus.
El rito de la vigilia verdadero y propio terminaba en este momento. Terminadas las lecturas, mientras el cortejo del pontífice y del clero, con el grupo de los catecúmenos y de sus padrinos, se dirigía hacia el baptisterio, se alternaban los versículos del salmo 41, Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum... El agua mística en la cual deseaban saciarse los elegidos era la gracia del bautismo inminente. La oración que concluye el salmo y resume el pensamiento es todavía dicha por el celebrante antes de comenzar la bendición de la fuente, y lo expresa muy bien: Ornn. aei. Deus, réspice propitius ad devotianem populi renascentis, qui sicut cervus, aquarum tuarum expetit fontem; et concede propitius, ut fideí ipsius sitis, baptismatis mys terio animam corpusque sanctificet.
Nosotros no describimos los ritos de la consagración de la fuente y la administración del bautismo porque pertenecen a la historia litúrgica del bautismo, que formará la materia del segundo volumen de esta obra.
Durante la larga ceremonia bautismal, la gran masa del pueblo, sin dirigirse toda al baptisterio, donde no habría cabido, permanecía en la iglesia con el clero inferior y con el grupo de los cantores. Para emplear santamente aquel tiempo se cantaban tres veces las letanías, pero de forma que, en un principio, cada invocación era repetida siete veces, después cinco y, finalmente, tres. Es ésta la razón por la que todavía hoy, a la vuelta de la procesión del baptisterio, se repiten dos veces cada una de las invocaciones de la letanía.
Cuando la función bautismal está terminada, el majestuoso cortejo del clero y de los neófitos, vestidos de blanco, teniendo en la mano un cirio encendido, entra de nuevo en la iglesia, toda resplandeciente de luz, mientras la schola ejecuta las últimas invocaciones de la letanía. Llegados al altar, el papa, stat inclinato capite usque dum repetunt "Kyric eleison," y comienza la misa de Pascua. Acaba de pasar la media noche.
En contraste con las rúbricas expuestas, atestiguadas por todos los Ordines romani, y con el carácter procesional de la letanía, hoy el celebrante y los ministros durante el rezo de la letanía están postrados boca abajo sobre el pavimento hasta el Peccatores, después de lo cual se levantan para dirigirse a la sacristía y revestirse de los ornamentos blancos para el sacrificio. En compensación se ha mantenido la antigua y característica fusión de la litania terna con la misa; los últimos Kyrie y Christe de una, repetidos tres veces, sirven todavía como de introducción para la otra.
La misa de la gran noche de Pascua fue siempre considerada por encima de todas las demás festivas y solemnes. Hasta el siglo XI, los simples sacerdotes, sólo en esta ocasión, podían cantar el Gloria in excelsis Deo, que ya, al tiempo de San Ethelwold (+ 984), en Inglaterra se entonaba en medio del sonido de las campanas. El Alleluia, el grito del júbilo cristiano, que estaba suprimido desde hacía nueve semanas, surge con Cristo y suena gozoso en la boca de la iglesia. En el uso romano medieval, el papa mismo lo anunciaba, y todavía hoy es el celebrante el que, terminada la epístola, lo repite tres veces con voz siempre más alta, después de que, si se trata de un obispo, el subdiáeono le dice: Reverendissime Pater, annuntio vobis gaudium magnum, quod est Alleluia. Es ]a alegría, que con aquel grito conmovía ya a San Agustín: Quando autem intervenit certo anni tempore, cum qua iucunditate redit, cum quo desiderio abscedit!
Algunos liturgistas antiguos han interpretado ciertas particularidades propias de la misa de esta noche, como el no llevar luces al evangelio, la ausencia del Credo, la antífona ad introitum, ad offerendum y ad communionem, del Agnus Dei, del beso de paz, como señales de una alegría todavía no plena y total; porque observa, por ejemplo, Durando, resurrectio Christi nondum est manifestó. En realidad, estas aparentes anomalías tienen otro motivo. No se llevan luces al evangelio, pero sí incienso, porque Roma las perdió más tarde que el Oriente, mientras había adoptado ya el incienso; faltan todos los cantos de género antifonal (introito, ofertorio, comunión), como también el Credo y el Agnus Dei, porque no pertenecen a la ordenación primitiva de la misa, sino que son adicicnes relativamente posteriores; no se da el beso de paz, y esto sólo desde que ha cesado la comunión para el pueblo, por la anticipación hecha en la tarde del sábado de la función nocturna. Anteriormente se daba como de costumbre; el beso de paz y la comunión estaban en el pasado en estrecha relación entre sí.
El bautismo de los neófitos es el pensamiento que, después de la memoria de la resurrección, ha inspirado principalmente los textos de esta misa: la colecta, Conserva in nova familiae tuae progenie...; la epístola, Sí consurrexistis cum Christo...; la secreta, el Hanc igitur del canon. Para los neófitos se bendecía también la porción de leche y miel que, hasta el tiempo de San Gregorio Magno, se usó darles después de la comunión.
Actualmente, después de comulgar el celebrante, se canta pro vesperis, dice la rúbrica del misal, el salmo 114, Laúdate Dominum omnes gentes; el Magníficat con las relativas antífonas y la colecta Spiritum nobis Domine. El primer testimonio de esta clase de vísperas, que de manera bien extraña se insertan en.la misa, aparece en Inglaterra y Francia en el siglo IX, y en el XII también en Roma.
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09.03.2015 18:37———
SEMANA SANTA
La Semana Santa es el momento litúrgico más intenso de todo el año. Sin embargo, para muchos católicos se ha convertido solo en una ocasión de descanso y diversión. Se olvidan de lo esencial: esta semana la debemos dedicar a la oración y la reflexión en los misterios de la Pasión y Muerte de Jesús para aprovechar todas las gracias que esto nos trae.
Para vivir la Semana Santa, debemos darle a Dios el primer lugar y participar en toda la riqueza de las celebraciones propias de este tiempo litúrgico.
A la Semana Santa se le llamaba en un principio “La Gran Semana”. Ahora se le llama Semana Santa o Semana Mayor y a sus días se les dice días santos. Esta semana comienza con el Domingo de Ramos y termina con el Domingo de Pascua.
Vivir la Semana Santa es acompañar a Jesús con nuestra oración, sacrificios y el arrepentimiento de nuestros pecados. Asistir al Sacramento de la Penitencia en estos días para morir al pecado y resucitar con Cristo el día de Pascua.
Lo importante de este tiempo no es el recordar con tristeza lo que Cristo padeció, sino entender por qué murió y resucitó. Es celebrar y revivir su entrega a la muerte por amor a nosotros y el poder de su Resurrección, que es primicia de la nuestra.
La Semana Santa fue la última semana de Cristo en la tierra. Su Resurrección nos recuerda que los hombres fuimos creados para vivir eternamente junto a Dios.
Celebramos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén en la que todo el pueblo lo alaba como rey con cantos y palmas. Por esto, nosotros llevamos nuestras palmas a la Iglesia para que las bendigan ese día y participamos en la misa.
Este día recordamos la Última Cena de Jesús con sus apóstoles en la que les lavó los pies dándonos un ejemplo de servicialidad. En la Última Cena, Jesús se quedó con nosotros en el pan y en el vino, nos dejó su cuerpo y su sangre. Es el Jueves Santo cuando instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio. Al terminar la Última Cena, Jesús se fue a orar al Huerto de los Olivos. Ahí pasó toda la noche y después de mucho tiempo de oración, llegaron a aprehenderlo.
Ese día recordamos la Pasión de Nuestro Señor: Su prisión, los interrogatorios de Herodes y Pilato; la flagelación, la coronación de espinas y la crucifixión. Lo conmemoramos con un Vía Crucis solemne y con la ceremonia de la Adoración de la Cruz.
Sábado Santo o Sábado de Gloria
Se recuerda el día que pasó entre la muerte y la Resurrección de Jesús. Es un día de luto y tristeza pues no tenemos a Jesús entre nosotros. Las imágenes se cubren y los sagrarios están abiertos. Por la noche se lleva a cabo una Vigilia Pascual para celebrar la Resurrección de Jesús. Vigilia quiere decir “la tarde y noche anteriores a una fiesta.”. En esta celebración se acostumbra bendecir el agua y encender las velas en señal de la Resurrección de Cristo, la gran fiesta de los católicos.
Domingo de Resurrección o Domingo de Pascua
Es el día más importante y más alegre para todos nosotros, los católicos, ya que Jesús venció a la muerte y nos dio la vida. Esto quiere decir que Cristo nos da la oportunidad de salvarnos, de entrar al Cielo y vivir siempre felices en compañía de Dios. Pascua es el paso de la muerte a la vida.
¿Por qué la Semana Santa cambia de fecha cada año?
El pueblo judío celebraba la fiesta de Pascua en recuerdo de la liberación de la esclavitud de Egipto, el día de la primera luna llena de primavera. Esta fecha la fijaban en base al año lunar y no al año solar de nuestro calendario moderno. Es por esta razón que cada año la Semana Santa cambia de día, pues se le hace coincidir con la luna llena.
En la fiesta de la Pascua, los judíos se reunían a comer cordero asado y ensaladas de hierbas amargas, recitar bendiciones y cantar salmos. Brindaban por la liberación de la esclavitud.
Jesús es el nuevo cordero pascual que nos trae la nueva liberación, del pecado y de la muerte.
Sugerencias para vivir la Semana Santa
- Asistir en familia o a los oficios y ceremonias propios de la Semana Santa porque la vivencia cristiana de estos misterios debe ser comunitaria.
- Se puede organizar una pequeña representación acerca de la Semana Santa.
- Poner algún propósito concreto a seguir para cada uno de los días de la Semana Santa.
- Elaborar unos cartelones en los que se escriba acerca de los días de la Semana Santa y algunas ideas importantes acerca de cada uno de los días.
Fuente: Catholic.net